Tradiciones que perduran: «Cholito», el último lechero en una localidad de 6000 habitantes.
Mi camino educativo se truncó en tercer grado cuando mi madre necesitó mi ayuda después de alquilar una vivienda. Sacrificamos mi educación y me lancé al mundo laboral como aguatero, con la generosa ayuda de mi tío, quien me regaló un barril y una yegua. El agua era un bien preciado en nuestra zona, y vi en esa labor una manera de contribuir al bienestar de mi familia.
Seguí con los repartos hasta los 15 años. Después de cumplir con mi servicio militar, me adentré en el mundo de los tambos y supe enseguida que era mi destino. Sin embargo, mi madre me informó que mi tío José me había conseguido un trabajo en la fábrica de cemento local, así que dejé atrás mi pasión por los tambos.
Los años pasaron, y sentí la necesidad de cambiar de rumbo. Con mis ahorros, compré un carro de reparto de soda y dos yeguas: una alazana y una tordilla negra. Volví a mis raíces, esta vez repartiendo soda. Cuando mi antiguo empleador se enteró de que tenía mi propio carro, me propuso unirme también al reparto de leche.
En algunos momentos, llegué a repartir hasta 750 litros por día, en tarros de 50 litros. Sin embargo, la pandemia del 2020 cambió mi vida y me obligó a tomar un ritmo más pausado.
«Fueron tiempos de sacrificio y esfuerzo, pero estoy feliz de haber podido seguir mi pasión. Lo que más me enorgullece es haber podido criar y educar a mis cuatro hijos, mis 11 nietos y mis nueve bisnietos gracias a este trabajo», concluyo en una charla con La Nación.